jueves, marzo 23, 2006

Lullaby fugitive


Lullaby aprendió a andar en bicicleta en una de hombre y de color verde. Era una bicicleta de asiento largo, con un respaldo extraño y pertenecía a un amigo de su padre. Entonces a los siete años, Lullaby amarraba un cojín en el fierro horizontal que comunicaba el asiento con el manubrio, se subía e intentaba andar sobre la vereda. Al comienzo todo el mundo la retaba y le decía que anduviera por la calle, pero Lullaby no les hacía caso, más bien le hacía gestos obscenos con cierto dedo de cierta mano (aprendido también del amigo de su padre) Ahora que lo piensa, lo mejor de su padre fueron los amigos que tuvo.

Cuando Lullaby sintió que dominaba perfectamente la conducción, se subió al siento apenas alcanzando con sus pies los pedales, pero eso ya era un detalle. Al fin Lullaby puedo irse lejos, perderse entre calles y volver tarde. Ya la bicicleta era de ella y no concibió andar en otra que no fuera en ésa; algo de original había en ese asiento largo, ese fierro molesto entre las piernas y ese extraño respaldo. No le puso un nombre o algo parecido; tampoco era para tanto, pero de ahí a escapar había sólo un pequeño trecho.

De ahí pasaron dos años, Lullaby se preparaba para hacer la obligada primera comunión, escuchar hablar del hombre con barba de inicial J y el ser incorpóreo de inicial D, luego vestirse de blanco como una novia enana, confesar pecados idiotas ante un cura que olía mal, sacarse fotos y mostrar los dientes cuadrados en un intento de sonrisa. Después estarían los juegos idiotas, probar ser scout y intentar ir a los cumpleaños de sus contemporáneos, romper piñatas y robarse todos los dulces. Creo que ese año fue el más normal de todos para Lullaby. Hizo todo lo que se suponía una niña normal debía hacer, hasta hizo un par de amigas que después odió, hasta dio besos insulsos en bocas húmedas y blandas y no se quejó.

Pero pasó algo justo después de esos cumpleaños, justo cuando Lullaby se encaminaba a los once años. Primero sus padres se separaron, después su padre murió. Ninguno de esos dos hechos tuvo relación con el otro, pero la secuencia sucedió de esa forma. Y otra vez las iglesias, los abrazos que Lullaby no entendía, el cuerpo en el ataúd que jamás admiró, la figura paterna que nunca fue y el espíritu encomendado otra vez al ser incorpóreo. Y la casa vacía porque su madre tuvo que trabajar, y sus hermanos idiotas que una señora cuidaba. Entonces Lullaby ya no quería volver; por ella hubiera estado en el colegio hasta la noche o quizás hubiera deseado dormir ahí, en la sala o en el gimnasio. Entonces una tarde-noche Lullaby entró a su habitación, se tiró en la cama y deseó ser otra. Aparentemente lloró, pero quizás sea sólo un mito que ella misma cuenta como tal.

Volvemos al presente. Lullaby saca su bicicleta. Esta vez es roja, sigue siendo de hombre y no tiene un maldito canasto. Lullaby la baja por las escaleras, se sube, se hace un desordenado moño, pone el pie derecho en el pedal y se va, pero ya no quiere perderse como antes. Esta vez sólo quiere andar en bicicleta.

Y los recuerdos ya no flotan
Ni en mares o piscinas con cloro
Sólo persisten en aparecer
Tras las ventanas
O debajo de la cama