viernes, octubre 13, 2006

Lullaby – A Pain That I’m Used To


Increíblemente Lullaby sale de su departamento a las seis de la mañana. No lleva un bolso de viaje ni nada parecido. Ni siquiera lleva alguna chaqueta para abrigarse. Sólo nota que está empezando a llover cuando llega a la esquina después de volver a notar que no cerró con llave todas las chapas de la puerta. Es su día libre y no tiene idea de dónde va exactamente, pero no quiere mirar hacia atrás y sentir algo de arrepentimiento. Después de todo, ese día jamás va a ser igual que el anterior.

Mientras camina, piensa en que nunca pudo hacer bien los avioncitos de papel; ni siquiera un barquito con un papel cuadrado que pudiera flotar en el lavamanos. Menos pintar con témpera una rosa cromática en una hoja de block, tejer una bufanda con punto derecho, manejar una calculadora científica y calcular el tiempo en que un huevo tarde en cocerse bien. Pero qué importa, son detalles tan estúpidos que apenas le pueden preocupar a ella misma, pero no sabe por qué los demás se lo hacían notar a cada segundo.

Si la motricidad fina fuera una virtud; Lullaby ya estaría lejos de acá haciendo exactamente todo lo contrario para llevar la contra, como la está haciendo ahora; sólo porque alguien le dijo que todo en su vida en una rutina simplona que ni siquiera alcanzaba la más mínima variación con la versión que Lullaby tenía de todo. Sigue caminando, sigue viendo cómo la gente camina casi durmiendo hasta el metro, cómo el aire se llena de una mezcla extraña de perfume, cómo el perfume de ella misma no ha variado en años, cómo hay gente que usa paraguas a punto de botar a la basura, cómo no hay un maldito reloj en la calle, cómo los perros de la calle hablan con los ojos, cómo los colegios abren tan temprano, cómo se le ocurrió llevar la contra a alguien y salir a las seis de la mañana a recorrer Santiago. Cómo ahora piensa sólo en comer algo dulce.

Lullaby se cansa; no de caminar, ni siquiera de querer fumar siempre sola, menos de comer cereales directo de la caja, o batir yogurts en el supermercado para encontrar el más espeso, recordar el nombre exacto de sus cuarenta compañeras de curso, ver de vez en cuando fotografías de ellas misma, no haber tenido nunca un peluche, subir las escaleras de a dos escalones, insistir en no saber quien vive en su edificio, tener una ampolleta roja en el baño, odiar las toallas bordadas con el nombre, aborrecer la gente que lleva comida en tupperware al trabajo, o creer que algunos de esos detalles (otra vez) le pueden llegar a importar a alguien.

Lullaby ahora camina enojada sin detenerse siquiera ante una luz roja; para eso siempre será mejor cruzar a la calle de enfrente y caminar en zigzag. Para eso siempre será mejor caminar derecho mientras se imagina que uno es parte de una historia más interesante de lo que en realidad es, y que todo lo que pasa alrededor es sólo una mínima parte de lo que pasa en su cabeza. Porque lo que pasa en la cabeza es lo que a Lullaby la hace levantarse y mirarse al espejo sin pensar que el espejo le devuelve la versión de alguien a quien sólo querría matar a las seis de la mañana de cualquier día.