jueves, enero 04, 2007

Lullaby, las teorías, las tonterías y las líneas rectas


Caminas derecho sin erguirte demasiado. Inventas una línea recta para no tener qué decidir dónde ir exactamente. Pones las manos a tu costado. Notas que pareces imbécil con las manos al costado. Te rascas un brazo cada tanto. Luego te das cuenta que pareces aún más imbécil. Te paras frente a un cine. Analizas el título de cada película adivinando qué tan buena o mala será. Calculas que 2.200 pesos es mucho para gastar en algo sólo por experimentar. Piensas en cuánta plata has malgastado en estupideces. Pones los brazos otra vez a los costados. Te rascas otra vez. Te tomas los dedos con rabia y te quedas ahí.

Caminas derecho sin pensar en detenerte. Maldices cada luz roja que desvía la línea recta. Miras cada tanto a la gente, pero no quieres mirar cada tanto a la gente. Esperas que la noche llegue pronto. Deseas que el ruido desaparezca. Necesitas estar a solas una vez.

Caminas derecho sin lograr sentirte a solas, pero queriendo sentirte a solas, pero no queriendo sentirte sola. Ves cómo todas las luces se encienden. Compruebas que no todas las luces se encienden al unísono. Te imaginas tu departamento a oscuras. Te dan ganas de sentarte en algún lugar.

Caminas derecho sin erguirte demasiado. Mantienes cruzados los brazos hasta que te sientes una imbécil en esa posición. Piensas que has pensado mucho en la palabra imbécil. Recuerdas algún pasaje de El palacio de la Luna. Pero te das cuenta que no todo el mundo puede coincidir en el mismo pasaje que tú. Pero también piensas en que pueden haber excepciones a la regla. Sigues caminando no tan erguida para notar que es otra estupidez creer que puedes escribir algo parecido a El Palacio de la Luna o cualquier libro de Auster o cualquier libro de un escritor decente. Todo sería copia. Todo es copia de todo. Los que triunfan sólo lo hacen porque saben copiar. Y sabes que es injusto. Y sabes que son las reglas también. Y compruebas que lo de solitaria ya no va más. Y que lo de cínica se lleva. Y que lo de caminar en una línea recta es sólo una linda forma de no avanzar.

Caminas derecho sin erguirte demasiado. Inventas una línea recta para no decidir dónde ir exactamente. Imaginas que tu nombre no es Lullaby o Carolina Moro, que no te vistes de negro, que no usas chasquilla, que no te gusta Paul Auster, que no escribes raro, que no atiendes mesas en un café, que tu nombre no está sacado de una canción, que no estás de novia con M, y que al fin dejas de caminar sobre una línea recta porque sabes exactamente dónde ir.

viernes, octubre 13, 2006

Lullaby – A Pain That I’m Used To


Increíblemente Lullaby sale de su departamento a las seis de la mañana. No lleva un bolso de viaje ni nada parecido. Ni siquiera lleva alguna chaqueta para abrigarse. Sólo nota que está empezando a llover cuando llega a la esquina después de volver a notar que no cerró con llave todas las chapas de la puerta. Es su día libre y no tiene idea de dónde va exactamente, pero no quiere mirar hacia atrás y sentir algo de arrepentimiento. Después de todo, ese día jamás va a ser igual que el anterior.

Mientras camina, piensa en que nunca pudo hacer bien los avioncitos de papel; ni siquiera un barquito con un papel cuadrado que pudiera flotar en el lavamanos. Menos pintar con témpera una rosa cromática en una hoja de block, tejer una bufanda con punto derecho, manejar una calculadora científica y calcular el tiempo en que un huevo tarde en cocerse bien. Pero qué importa, son detalles tan estúpidos que apenas le pueden preocupar a ella misma, pero no sabe por qué los demás se lo hacían notar a cada segundo.

Si la motricidad fina fuera una virtud; Lullaby ya estaría lejos de acá haciendo exactamente todo lo contrario para llevar la contra, como la está haciendo ahora; sólo porque alguien le dijo que todo en su vida en una rutina simplona que ni siquiera alcanzaba la más mínima variación con la versión que Lullaby tenía de todo. Sigue caminando, sigue viendo cómo la gente camina casi durmiendo hasta el metro, cómo el aire se llena de una mezcla extraña de perfume, cómo el perfume de ella misma no ha variado en años, cómo hay gente que usa paraguas a punto de botar a la basura, cómo no hay un maldito reloj en la calle, cómo los perros de la calle hablan con los ojos, cómo los colegios abren tan temprano, cómo se le ocurrió llevar la contra a alguien y salir a las seis de la mañana a recorrer Santiago. Cómo ahora piensa sólo en comer algo dulce.

Lullaby se cansa; no de caminar, ni siquiera de querer fumar siempre sola, menos de comer cereales directo de la caja, o batir yogurts en el supermercado para encontrar el más espeso, recordar el nombre exacto de sus cuarenta compañeras de curso, ver de vez en cuando fotografías de ellas misma, no haber tenido nunca un peluche, subir las escaleras de a dos escalones, insistir en no saber quien vive en su edificio, tener una ampolleta roja en el baño, odiar las toallas bordadas con el nombre, aborrecer la gente que lleva comida en tupperware al trabajo, o creer que algunos de esos detalles (otra vez) le pueden llegar a importar a alguien.

Lullaby ahora camina enojada sin detenerse siquiera ante una luz roja; para eso siempre será mejor cruzar a la calle de enfrente y caminar en zigzag. Para eso siempre será mejor caminar derecho mientras se imagina que uno es parte de una historia más interesante de lo que en realidad es, y que todo lo que pasa alrededor es sólo una mínima parte de lo que pasa en su cabeza. Porque lo que pasa en la cabeza es lo que a Lullaby la hace levantarse y mirarse al espejo sin pensar que el espejo le devuelve la versión de alguien a quien sólo querría matar a las seis de la mañana de cualquier día.

viernes, octubre 06, 2006

Lullaby ( True Egoistic Love )


De su abuelo, Lullaby sólo supo que tenía diabetes, que contestaba preguntas inexistentes, que tenía un carácter de mierda, que le gustaba lo dulce y que se lavaba los dientes con agua tibia. Tampoco Lullaby quiso conocer más. De sólo pensar que cruzaría su mirada con la de él, Lullaby adivinaba que historias que nunca eran verdad del todo, saldrían de su boca. Murió cuando Lullaby tenía doce. En realidad murió el día en que Lullaby cumplió doce.

Pero para Lullaby, nunca será comparable conocer a alguien con saber de alguien. Claro que eso lo pensó cuando sensaciones desagradables rondaban su cabeza mientras veía cómo descendía el ataúd de su abuelo hasta desaparecer por completo. Lullaby siempre ha pensado que si se mira fijo algo para perder luego la vista, la imagen se nubla, se duplica, se deforma, desaparece. Entonces Lullaby hizo desaparecer la muerte de su abuelo y su cumpleaños número doce para siempre.

Lullaby no posee ni el más vulgar toque de magia, pero en su cabeza puede hacer desaparecer cosas. Tampoco las mueve; eso sería una gran mentira, aunque ella sea una experta en mentir. Tampoco extraña o echa de menos a alguien; eso nuevamente sería una mentira. Porque cuando se echa de menos, en realidad no se echa de menos, sino que te echas de menos a ti mismo con la otra persona a tu lado. Y así uno permanece egoísta y permanece ególatra. Y así uno envejece.

Después de su muerte, Lullaby confirmó que su abuelo sólo tenía diabetes, sólo contestaba preguntas inexistentes, sólo tenía un carácter de mierda, sólo le gustaba lo dulce, y sólo se lavaba los dientes con agua tibia. Y con eso bastaba; Lullaby no necesitaba más detalles para sentir que lo conocía.

Lullaby a veces se pregunta cuántas características podría alguien enumerar de ella. Y se pregunta también si esos detalles bastarían para que alguien (alguna vez) la llegara a conocer. Después de todo, a quién le podría importar qué colores usa, o los saltos que da cuando sube las escaleras y llega a los descansos, o que mienta en los momentos más inesperados casi por compulsión, o las fijaciones que tienen los demás al verla finalmente fijándose en algo, o que su vida solitaria sea a veces una proyección de todo lo contrario. Porque cuando se piensa en alguien, en realidad no se piensa en alguien, sino que piensas en ti mismo con la otra persona a tu lado pensando en nada. Y así uno permanece egoísta y permanece ególatra. Y así uno envejece.

miércoles, julio 19, 2006

Lullaby, Freddy Mercury y la chica modelo


El sábado pasado parecía no serlo del todo, pero a Lullaby no le importaba; más bien no quería perder el tiempo en fijarse sí lo era. Su turno en el café (sin piernas) había terminado así que prefirió matar las horas caminando rápido como le gusta antes de volver a su departamento y darse cuenta que cada vez le gusta menos estar ahí sola, aunque paradójicamente es una solitaria.

Lullaby piensa en todos los lugares que aún no ha pisado, hace una pequeña estadística cerebral y concluye con un lugar en Bellavista al lado de un hotel y al costado de un cerro. Lullaby entra sola a la mayoría de las partes, pero eso no quiere decir que lo permanezca aún dentro. Un frío horrible, Lullaby con una falda negra hasta un poco más debajo de la rodilla, un suéter negro sobre otro suéter negro y sus botas sin taco con dos pares de calcetines. Nada de carteras. Las llaves, los cigarros, el encendedor, la plata y los pañuelos desechables metidos permanecían apretados en cada uno de los bolsillos.

Se fuma un par y decide entrar a precio de mujeres. Aún nada mucho; sólo eran las once. El lugar no era tan pobre como pensaba, cosa que comprobó al preguntar el precio de ciertos tragos. Un vale en la entrada canjeable por un jugo una bebida, no era lo que podía esperarse un sábado pasadas las once de la noche, pero Lullaby lo canjeó.

La música apestaba. Los gays abundaban. Los chicos indefinibles también. Las lesbianas insípidas, sólo unas pocas. Las lesbianas guapas, ninguna. Lullaby pensó que lo mejor era quedarse en una especie de balcón que daba a la ínfima pista de baile con espejos por todas partes. Después de pasar casi media hora imaginándose como ese chico guapo podría estar desnudo con ese viejo decadente que bailaba con él, Lullaby se quedó fija en dos personajes que bailaban solos uno al lado del otro: Freddy Mercury y la chica modelo que no era chica en realidad.

Primero eran las caderas frente al espejo. Después eran los hombros y, por último, eran los gestos que hacían al bailar. La música electrónica seguía apestando, pero a Lullaby no le importaba, o más bien no quería fijarse si lo seguía siendo. Freddy Mercury y la chica modelo se amaban a sí mismos, adoraban los espejos, hacían sus peformances que nadie, excepto Lullaby, estaba preocupado en mirar. La chica modelo era altísima-flaquísima y con esas caras extrañas que ciertos fotógrafos adorarían; excepto, claro, si se encendía la luz. Freddy Mercury tenía bigotes como el original, aunque con veinte años y veinte centímetros menos. Estaban uno al lado del otro, pero ni uno ni otro eran del gusto del primero o del segundo. Sólo se amaban a sí mismos. Lullaby jamás se preguntó por qué.

Lullaby no se movió ni un centímetro de esa especie de balcón. Tampoco se inmutó cuando la música electrónica pasó a música kitsh, a salsa, a cumbia o a lo que fuera. Seguía pendiente de la chica modelo que ni siquiera transpiraba al bailar, y en Freddy Mercury de pantalones blancos y polera roja que sí lo hacía a raudales. La música seguía apestando. Los gays abundaban. Los chicos indefinibles, también. Sólo unas pocas lesbianas insípidas. Lesbianas guapas, ninguna. Lullaby dejó de apoyar los brazos en la baranda del balcón, bajó las escaleras y salió por una de las tantas puertas. Miró sus botas e imaginó ser la versión oscura de Dorothy, pero su departamento era el último lugar que quería visitar esa noche.

jueves, marzo 23, 2006

Lullaby fugitive


Lullaby aprendió a andar en bicicleta en una de hombre y de color verde. Era una bicicleta de asiento largo, con un respaldo extraño y pertenecía a un amigo de su padre. Entonces a los siete años, Lullaby amarraba un cojín en el fierro horizontal que comunicaba el asiento con el manubrio, se subía e intentaba andar sobre la vereda. Al comienzo todo el mundo la retaba y le decía que anduviera por la calle, pero Lullaby no les hacía caso, más bien le hacía gestos obscenos con cierto dedo de cierta mano (aprendido también del amigo de su padre) Ahora que lo piensa, lo mejor de su padre fueron los amigos que tuvo.

Cuando Lullaby sintió que dominaba perfectamente la conducción, se subió al siento apenas alcanzando con sus pies los pedales, pero eso ya era un detalle. Al fin Lullaby puedo irse lejos, perderse entre calles y volver tarde. Ya la bicicleta era de ella y no concibió andar en otra que no fuera en ésa; algo de original había en ese asiento largo, ese fierro molesto entre las piernas y ese extraño respaldo. No le puso un nombre o algo parecido; tampoco era para tanto, pero de ahí a escapar había sólo un pequeño trecho.

De ahí pasaron dos años, Lullaby se preparaba para hacer la obligada primera comunión, escuchar hablar del hombre con barba de inicial J y el ser incorpóreo de inicial D, luego vestirse de blanco como una novia enana, confesar pecados idiotas ante un cura que olía mal, sacarse fotos y mostrar los dientes cuadrados en un intento de sonrisa. Después estarían los juegos idiotas, probar ser scout y intentar ir a los cumpleaños de sus contemporáneos, romper piñatas y robarse todos los dulces. Creo que ese año fue el más normal de todos para Lullaby. Hizo todo lo que se suponía una niña normal debía hacer, hasta hizo un par de amigas que después odió, hasta dio besos insulsos en bocas húmedas y blandas y no se quejó.

Pero pasó algo justo después de esos cumpleaños, justo cuando Lullaby se encaminaba a los once años. Primero sus padres se separaron, después su padre murió. Ninguno de esos dos hechos tuvo relación con el otro, pero la secuencia sucedió de esa forma. Y otra vez las iglesias, los abrazos que Lullaby no entendía, el cuerpo en el ataúd que jamás admiró, la figura paterna que nunca fue y el espíritu encomendado otra vez al ser incorpóreo. Y la casa vacía porque su madre tuvo que trabajar, y sus hermanos idiotas que una señora cuidaba. Entonces Lullaby ya no quería volver; por ella hubiera estado en el colegio hasta la noche o quizás hubiera deseado dormir ahí, en la sala o en el gimnasio. Entonces una tarde-noche Lullaby entró a su habitación, se tiró en la cama y deseó ser otra. Aparentemente lloró, pero quizás sea sólo un mito que ella misma cuenta como tal.

Volvemos al presente. Lullaby saca su bicicleta. Esta vez es roja, sigue siendo de hombre y no tiene un maldito canasto. Lullaby la baja por las escaleras, se sube, se hace un desordenado moño, pone el pie derecho en el pedal y se va, pero ya no quiere perderse como antes. Esta vez sólo quiere andar en bicicleta.

Y los recuerdos ya no flotan
Ni en mares o piscinas con cloro
Sólo persisten en aparecer
Tras las ventanas
O debajo de la cama

viernes, marzo 10, 2006

Lullaby static


A Lullaby siempre le ha gustado entrar fuertemente con su mano izquierda en el bolsillo del pantalón y empujar sus dedos hasta el fondo, a un milímetro de romper la tela. Quizás no sea parte de su enojo, su rabia contenida o las ansiedades por hacer algo muy diferente a lo que está haciendo. Quizás sólo sea un juego; algo así como pretender poner el pie en cada baldosa sin tocar los bordes, lavarse los dientes con la luz apagada, disfrutar cada vez que escucha abrirse una billetera con velcro, o probar cuánto desorden puede alcanzar su pequeño departamento en un mes.

Caminar. Como apurada, como corriendo. Pararse de vez en cuando no sin antes maldecir los semáforos rojos y la gente que se le adelanta. Creer que nadie la conoce; asegurarse que nadie realmente la conoce. Moverse como un fantasma, arremangar un poco sus pantalones, poner su trasero en cualquier asiento y esperar. Nunca hay nada. Menos hay alguien.

Recostarse. O levantarse apenas la cabeza presiona la almohada sólo cinco segundos y sentir como empieza el mareo. Apagar las luces, descorrer las cortinas y creer que alguna vez efectivamente tendrá cortinas. Ser groseramente voyeurista. Mantener la mirada fija apenas presiente que alguien está haciendo lo mismo que ella desde otra ventana. Reírse sin abrir la boca y no mover ni un músculo por horas. Bajar. Las escaleras o lo que sea.

A veces Lullaby no tiene la más minúscula ganas de seguir. Con las rutinas o probando cambios. Pero el hecho es que sigue, con algo más que enumeraciones, pistolas inventadas y más personajes odiosos de ella misma para inventar. Por lo pronto, Lullaby vuelve a deslizar sus dedos izquierdos por el bolsillo, presiona hasta casi romper la tela, agarra un puñado de nada y comienza a reírse con ruido del ridículo gato callejero que ha decidido adoptar.

sábado, febrero 04, 2006

Lullaby on the phone talking to Nobody


Hay quienes llaman por teléfono y quienes no, y Lullaby preferiría siempre pertenecer al segundo grupo. Son las personas como es debido, esa clase de seres que otros seres tienen en mente cuando suspiran o se inquietan o se confunden o piensan o se imaginan o se conmueven o se perturban. Es un estereotipo totalmente seguro, sólido y carente de significado.

Esa tensión de mirar el teléfono no existiría. Esa explicación que se debe nunca saldría de la boca, o esa cita que nunca se dará vagaría en el limbo de la suposición. Aunque a veces las cosas ya estén hechas y no haya vuelta atrás que valga como arrepentimiento. Entonces sería como dejar que la llave abierta inunde el lavamanos, el piso del baño y salga por debajo de la puerta. Es un hecho imparable que sólo debe avanzar hasta que alguien corte el maldito líquido.

Hay quienes lloran y quienes se mantienen fríos mientras el mundo se cae frente a sus narices o la proyección de un sueño se torna con más tierra de lo que se quisiera. Y Lullaby preferiría siempre ser de los segundos. Un hielo sentado que mantiene la mirada fija, escucha atenta y espera el instante preciso para un descargo que siempre está, o en estado gaseoso o en estado sólido; sólo es cuestión de manejar las formas y los tiempos para lanzarlo a la cara del otro, o convertirlo en otro tipo de líquido que se traga con dificultad por la garganta.

Y para Lullaby una noche no son muchas noches, y una relación no son horas de los días ni días de una semana ni feriados de un mes ni piedras en una zapatilla negra. Y las conversaciones no son sólo risas, y el amor no son sólo besos deliciosos una madrugada con litros de alcohol y gramos de nicotina en el cuerpo con una sensual ronquera como resultado. Una relación tampoco es un manojo de técnicas malabares ni conceptos inventados ni caminos paralelos. Menos un número impar, menos un número cero.

Hay quienes sufren y quienes fingen no hacerlo. Y Lullaby preferiría ser ni lo uno ni lo otro. Y hay gente normal y gente compleja; y Lullaby seguirá siempre siendo lo segundo. Es un estereotipo totalmente seguro, sólido y carente de significado. De vez en cuando a Lullaby le gustaría llamar a todos sus ex lazos de sangre, ex lazos inventados o ex lazos hipócritas, y desearles buena suerte, decirles adiós, que se sintieran bien y que ella se sintiera bien. Todos se sentirían bien y eso estaría bien. Vaya, eso sería increíble. Quizás más adelante o en tres minutos más. Lullaby acaba de apagar la luz y encenderla otra vez.